Tres cosas tiene Colmenar, que no las tiene Madrid,
los hornos, las canteras y el puente del Zacatín.
Con esta canción popular, identificamos tres de los rasgos que hicieron que Colmenar de Oreja fuese hasta bien entrado el siglo XX una de las localidades más importantes de la Comunidad de Madrid, la tercera en cuanto a población, por detrás de la capital y Alcalá de Henares, y que hoy en día vive a la sombra de su vecina, la muy turística y reconocida Chinchón.
Colmenar de Oreja, que fue cantera de la piedra que se utilizó para construir los grandes monumentos de Madrid como el Palacio Real o la Puerta de Alcalá, y que junto a su enorme producción tinajera, la cual llegó a cocer las piezas más grandes del país, de hasta seiscientas arrobas, consiguió que la localidad creciese y se asegurase su lugar en el mapa.
Sin embargo, casi treinta años después de que el último horno de tinajas se apagase, estas construcciones languidecen inadvertidas por la mayoría de los ciudadanos, lejos de aquellos tiempos de producción intensa, de trabajo manual, de fuego y barro.
De los más de treinta hornos con los que contaba la población a principios del siglo XX, hoy en día apenas resisten seis de ellos en precarias condiciones, desprendiendo una imagen decadente de lo que antaño fue el sustento y motor de la localidad. La producción de estas humildes construcciones fueron el emblema de Colmenar de Oreja, sin embargo, los hornos que aún quedan en pie se están dejando a merced del tiempo, sin ningún tipo de cuidado. Y lo peor de todo, abandonando al olvido su significado, perdiendo la oportunidad de transmitir a las nuevas generaciones los fundamentos de su tierra y de su historia.
Los hornos de tinajas conseguían movilizar a casi toda la población, e incluso la de pueblos de alrededor, sobre todo en la época de canícula que era cuando se encendían los hornos, aprovechando el calor para que las piezas no se rompieran por el cambio drástico de temperatura al sacarlas de los hornos. La tinajería se dividía en gremios bien segmentados y organizados, los buscadores que se encargaban de la obtención de la mejor arcilla en las tierras cercanas, los preparadores¸ que la depuraban en unos grandes pilones llamados jaraíces, tarea que sería continuada por los batidores¸ que la filtraban aún más e incluso si era necesario llegaban a tamizarla, tras lo que se mezclaba con arena y llegaba finalmente a los pisadores¸ que como si de un lagar se tratase conseguían unificar la mezcla, la cual estaría por fin disponible para el maestro tinajero tras su secado. El traslado de las tinajas aún frescas y su colocación en el horno debía hacerse también por un gremio concreto y altamente cualificado, tanto para conseguir que no se rompieran en el traslado como para colocar con precisión matemática el mayor rendimiento en cada hornada. Para alimentar el horno, los gavilleros, eran los encargados de trasladar e introducir los hatillos de sarmiento, para conseguir una temperatura uniforme de 900ºC y cuyo humo era incluso prescrito por los doctores para personas que padecían enfermedades respiratorias y que se trasladaban a Colmenar en fechas de verano para respirar sus humos. La sacada de las piezas, tras tres días de horneado debía también hacerse con sumo cuidado, igual que su traslado hasta su destino final, agolpándose los carros, a veces con una sola y gigantesca tinaja, en las carreteras que salían de Colmenar.
La madera de las vides alimentaba los hornos que producían las tinajas que acabarían albergando sus caldos, muy apreciados incluso internacionalmente y que pese a una plaga de filoxera en los años veinte que casi detuvo su producción, hoy recuperan su fama siendo de hecho Colmenar de Oreja la cuna de la Denominación de Origen de Vinos de Madrid. Las tinajas que se destinaban a albergar el vino se impermeabilizaban mediante una técnica milenaria, con pez, que se extrae desde los pinos resineros y tras trabajarlo se convierte en un excelente material que impide el sudado de la tinaja y asegura su estanqueidad. Las gigantescas tinajas de Colmenar también servían para guardar el aceite, en cuyo caso se revestían de sebo.
Numerosas tinajas centenarias se pueden ver en algunas de las bodegas de Colmenar de Oreja, y son tratadas como lo que son, verdaderos tesoros. Por ejemplo, durante la rehabilitación del palacio de la Quinta Torre Arias, en cuya bodega se llevó a cabo una excavación arqueológica para poder recuperarlas, conducida por los expertos Manuel Silvestre y Francisco José Rufián, que supieron ver la importancia y el valor del hallazgo, nueve tinajas de Colmenar de Oreja datadas entre mediados y finales del siglo XIX, extraídas con sumo cuidado para su conversación y protección.
Hace tiempo que el último tinajero de Colmenar de Oreja encendió por última vez su horno, en concreto fue Eugenio Crespo quien en 1994 decidió terminar la tradición y abandonar su histórico trabajo. Paseando hoy en día por calles como Casas Quemadas, que nos devuelven con su nombre a un pasado no tan lejano, únicamente podemos encontrar los vestigios en proceso de ruina de aquellos centros manufactureros que consiguieron, gracias al trabajo incesante de los colmenaretes, situar el nombre su humilde ciudad en todo el país y parte del extranjero. En la actualidad, esos hornos se rodean de colegios, centros de enseñanza que dan la espalda al pasado que se asoma apenas a unos metros de distancia, sin recabar el interés de las nuevas generaciones que no recuerdan porque no lo vivieron, la importancia de esas humildes estructuras.