La idea de penetrar en una cueva no es plato de buen gusto para muchas personas. Las cuevas suelen ser húmedas, oscuras y, a menudo, peligrosas, no aptas para claustrofóbicos ni hipocondríacos. Esto no se cumple en las de la Sierra de San Cristóbal, en las inmediaciones del puerto de Santa María. Lo que más llama la atención es la belleza de su luz tamizada, digna del desfiladero del templo de Petra. Sí, el mismo que la mayoría de mi generación descubrió en las aventuras de Indiana Jones, quedando grabado en nuestro imaginario. Y es que, si César Manrique, artista multidisciplinar que tenía especial buen gusto para las cuevas, denominó a la más importante de ellas Cueva de la Luz Divina, por algo sería. Las cuevas de San Cristóbal no son lo que parecen, precisamente porque no son exactamente unas cuevas naturales, sino el resultado de cientos de años de excavar en la roca viva para sacar caliza. De ahí las ciclópeas paredes pulimentadas de gran belleza, cortadas cualquiera diría que a escuadra y cartabón. Espacios diáfanos dispersos a lo largo de cuarenta cuevas de titularidad pública (algunas de ellas del ejército) y privada. ¿Para qué querría alguien una mina si no es para trabajar el mineral? Es por eso que desde hace algo menos de cien años este espacio fenomenal está en abandono y desuso, si es que el hecho de convertirlo en improvisado estercolero se puede considerar desuso. Días de gloria, por no hablar de siglos, los tuvo y muchos. Alfonso XIII dio fe de su importancia en una visita en 1930, en la que aconsejó su reconversión en Parador Nacional. Que este monarca, cuanto menos infortunado, apadrinara el futuro de este impresionante paraje no parecía un buen sino, tal y como se demostró más tarde. La ocupación de las cuevas se remonta al Neolítico (5.000 – 6.000) como quedó patente desde el hallazgo de unos raros esgrafiados sobre una piedra del espigón del Puerto de Santa María. El enorme pedrusco, descubierto por la curiosidad de una pareja de pescadores, resultó ser un menhir extraído de San Cristóbal. Mucho más tarde, pero sobre todo durante el XVI, las cuevas devinieron en pedreras de particular importancia para surtir de caliza barata y fácil de trabajar a los maestros canteros de la Baja Andalucía. Los cantos de entre 18 y 20 toneladas eran transportados por bestias hasta el Guadalete. Allí salían a mar abierto a bordo de carracas para remontar el Guadalquivir rumbo a Sevilla o dirigirse a Cádiz. Se calcula que quince mil de estas naves tuvieron que hacer frente a los traicioneros bajíos del Guadalquivir durante la primera mitad del XVI, en una ruta que duraba un mes sólo de ida. El resultado de tanto esfuerzo no fue otro que las catedrales de Sevilla y Cádiz, amén de muchos palacios y templos de menor raigambre, pero levantados con la misma piedra brillante. El futuro de las cuevas cantera pasa por su explotación como zona cultural y turística, reafirmada por su proximidad y relación con el poblado fenicio de Torre de Doña Blanca. Pero todo parece lejano por complicado: distinta titularidad, dificultad del gobierno municipal para adquirirlas dado su alto precio, necesidad de recalificar el suelo y mil zarandajas.
Siempre nos quedará la luz.
Las Cuevas – Canteras de la Sierra de San Cristóbal están en la Lista Roja del Patrimonio desde el 15 de octubre de 2014. ¿Cuándo pasará a la Lista Verde del Patrimonio?
Foto de la derecha: Juan Carlos Toro.