Tengo muchos amigos arqueólogos. Siempre he pensado que todo el que, por vocación o profesión (sí, los arqueólogos también comen) se dedica a la arqueología, no está muy bien de la cabeza. Ya me advertía mi abuela:

Hija, tú en una oficina, ¿qué es eso de ir a remover piedras?, que al cocido hay que echarle garbanzos y no etruscos”. Cuanta razón. Yo lo intenté, pero me atraparon los museos (y ya no se qué es peor… aquí meted un emoticono de esos que medio ríen y medio lloran).

Lo peor de todo, es que cada día están menos cuerdos. De ahí lo de arqueolocos. Y como toda enfermedad, para ésta también tenemos un diagnóstico: en primer lugar, por el estado de precariedad de la disciplina y en segundo, porque la investigación dentro del ámbito cultural en España, haciendo honor a esta profesión, quedó soterrada varios metros bajo tierra.

La arqueología nace como disciplina científica en el siglo XIX. De la mano de la geología y, por ende, de los principios de la estatigrafía, surgen las primeras excavaciones arqueológicas. Con ella, despunta esa imagen mítica del arqueólogo con salacot (casco de bomba acampanada propio del trópico y de hacer safaris) y moustache. Tiempo después, las modas cambian, y el arqueólogo también. Obviamente casi siempre en masculino, la arqueóloga no llegará hasta los 90 o la década de los 2000, salvo excepciones como Encarnación Cabré, la primera en España. Por lo general, su perfil coincide con el de profesor de una universidad de renombre, un tipo atractivo, sombrero fedora, barba de 3 o 4 días, que busca aventuras y tesoros y al que, además, dotan de protagonismo en una peli: Henry Walton Jones Jr. (“Indy,” cuánto daño has hecho). Sólo con la mitad de los millones de dólares recaudados con sus sagas, la arqueología sería todo un lujo.

La cruda realidad es, como siempre, bien distinta. Aquí nos van más las gorras de visera con propaganda de talleres mecánicos o bebidas espirituosas (cuando hay para gorras, ¡claro!). Es cierto que el amor por esta ciencia suele despertar en el aula universitaria, sobre todo si tienes un excelente maestro que te argumenta la evolución humana con la imagen de un simpático lemur junto a una exuberante Sigourney Weaver. En verano, te lanzas a incorporarte ilusionado, de tierno aprendiz, a un yacimiento. Generalmente estos proyectos están financiados por la propia universidad o alguna administración que siente pena y abre una mísera partida presupuestaria para luego hacerse la foto con una falcata ibérica del siglo V a.n.e. Es raro encontrar tesoros, de momento, desbrozas, cargas carretillas, tragas arena y sol y el water closet es una piqueta adornada con un rollo de papel higiénico. Te acuerdas de Indy, Tadeo, Lara Croft y de toda su familia.

Ese es el momento en el que te planteas dedicarte a este oficio o huir. Pero aún hay osadía. Autónomos o pequeñas empresas que hacen arqueología de gestión, arqueología urbana y de todos los tipos de arqueología imaginables para sobrevivir sin éxitos de taquilla. Un control de una zanja, una instalación de placas fotovoltaicas, una prospección, una carta arqueológica, …

También existen proyectos interesantes como han sido la creación de parques arqueológicos en Castilla-La Mancha; proyectos I+D+I, o la reciente colaboración de museos como el Museo Arqueológico Nacional o el Museo Nacional de Arte Romano en las Jornadas Europeas de Arqueología 2020 con actividades digitales para todos los públicos, aunque no siempre exento de dificultades. No olvidemos que desde que se promulgó la ley de la ciencia en 2011, los museos no son considerados organismos públicos de investigación, sino simples agentes de ejecución que necesitan de otras instituciones científicas como el CSIC o la Universidad para poder llevar a cabo sus proyectos (a pesar de que tenemos museos nacionales con el apellido de centro de investigación como el de Altamira).

En definitiva, una ecuación compleja: trabajo de campo, documentación, fotografía, análisis químicos, dibujo técnico, investigación, publicaciones científicas, congresos, … Este no es un mundo de películas. Es más bien un frenopático. A los arqueólogos y arqueólogas nadie se lo pone fácil, pero siguen en su tarea de aportar más episodios a la serie de nuestra historia y nuestro patrimonio cultural.

Este artículo va dedicado a todos esos valientes que ofrecen su vida a esta difícil profesión. Pongo los nombres de personas como Arturo, fiel a su labor genuina del arqueólogo que investiga y difunde sus hallazgos a través de publicaciones científicas (algo que se agradece y que últimamente pocos hacen), destacando sus novedosas aportaciones a la cultura hispano judía o al mundo andalusí peninsular; a Juanma, a quien recientemente Hispania Nostra ha galardonado con el premio 2020 en la categoría de conservación del patrimonio como factor de desarrollo económico y social en el yacimiento de Guarrazar (Toledo), un reconocimiento más que acertado, ojalá lleguen también nuevas formas de financiación para que pueda continuar el proyecto con algo más que dinero invertido de su propio bolsillo (www.guarrazar.com).

Aplausos también para esos arqueólogos híbridos que trabajan en los museos, garantes de la conservación de nuestro patrimonio: a Blanca, conservadora del Museo de Albacete e integrante del magnífico equipo del Parque Arqueológico del Tolmo de Minateda en Hellín (Albacete. www.tolmodeminateda.es). A veces, más que técnicos, parecen auténticos malabaristas para sostener instituciones carentes de personal y recursos suficientes. Mientras, de otra parte, vemos cómo se enmoquetan -con una nada barata fibra de coco- las salas del antiguo palacio de al-Ma’mun para que no sé cuantitos artistas belgas se instalen sobre nuestra propia identidad.

Igual ha llegado la hora de hacer nuestra propia película sobre la arqueología: lágrimas aseguradas. Sin duda, un dramón.