Cuando era niña, en verano, mi abuelo cultivaba un huerto. Se olvidaba del trabajo rutinario en la oficina, de las cuentas y los pagos. Se ponía el traje de faena, cogía el azadón y el rastrillo, y trabajaba la tierra. Se levantaba temprano, cuando el sol aún no había asomado tras la montaña. Desde la cama, medio dormida aún, yo escuchaba los golpes rítmicos de su azada mezclados con el canto de los pájaros. Los fines de semana de los meses anteriores, él había ido preparando el terreno y plantando semillas de tomates y de judías verdes, trozos de patata, cebollas, fresones… Durante los meses de verano el trabajo era diario. Cuando el sol empezaba a calentar fuerte, dejaba los aperos y se metía en casa o en el garaje a arreglar alguna cosa estropeada. A última hora de la tarde, un último riego. Mi abuela, cada mañana, pensaba la comida en función de las verduras que estaban listas para recoger. El plato de judías verdes con patatas era un clásico semana tras semana. Todo sabía, deliciosamente, a campo.
Este verano soy yo la que ha decidido plantar un huerto. El terreno es el mismo. La producción, a finales de julio, aún está por llegar. Mucho menos previsora que mi abuelo, compré las plantas en un vivero y las plantamos más tarde de lo debido. Me acordé de él cuando regaba la tierra seca y dura para llevarla a tempero, cuando cavaba y preparaba los surcos, cuando plantaba, en cada golpe de azadón. Este verano extraño, en el que muchos hemos cambiado nuestros planes por fuerza mayor, servirá para aparcar al turista que llevamos dentro y volver al pueblo, recordar lo que aprendimos de niños, disfrutar de la tierra y del sabor de lo auténtico. En el huerto, tengo cinco ayudantes de excepción. La media de edad entre todos no pasa de los once años. Han aprendido unas cuantas cosas que nunca les enseñarán en el colegio y, tal vez, también ellos recordarán este verano de una forma especial.
Afirmaba Aldo Leopold, uno de los padres del conservacionismo americano, que hay dos peligros espirituales en no tener una granja: uno es suponer que el desayuno procede del colmado; el otro, que el calor procede de la caldera. Cuando la ciudad se independizó del territorio que la rodeaba perdimos mucho más que el paisaje cultural. Ahora (o nunca) es imprescindible recuperar esa relación.
¡Feliz verano!
Imagen: Autora_Huerto familiar.